lunes, 19 de octubre de 2009

La parca

Todos la eludimos en un intento más de apariencia. Pero sabemos que está en cada instante, a la vuelta de cualquier esquina de nuestra laberíntica vida. Sí, somos conscientes de su amenazante compañía, pero preferimos recrearnos en la ignorancia para justificar la inducción de maldades. “¡Así es la vida!”, escuchamos o proferimos como frase de consuelo cuando a alguien próximo le sacude. “No podemos hacer nada”, añadimos en un intento intuitivo de regresar de inmediato a la realidad, posiblemente cuando hayamos abandonado el tanatorio.

Las religiones, las creencias, se afanan por convencer a sus seguidores de esta realidad. Intentan prepararnos para aceptar tamaño inconveniente y no lo consiguen. Es difícil. Da la impresión de que nuestro cerebro nace con la consigna tácita de que hay que eludirla; como si no tuviera que padecerse nunca a pesar de ser lo único claro que tiene el ser humano: nace, vive, muere…

Nos pasamos la vida jugando al escondite con la parca. Buscamos, mediante subterfugios, recónditos escondrijos con tal de no recordarla, de encerrarla en un olvido descubierto; tanto, que cada dos por tres nos fustiga apareciendo cerca. Y estamos errados; seguramente nos iría mucho mejor si la tuviéramos presente en todo momento.

Algunos pueden sostener que para vivir tranquilos es mejor ignorar. Pero esto es imposible, es un eufemismo de engañarse; taparse los ojos.

Si en cada acto de nuestras vidas tuviéramos presente que somos vecinos íntimos de la muerte, medraríamos casi nada. Seríamos más felices porque eludiríamos la pérdida de tiempo en fastidiar a quienes nos rodean. Nos encontraríamos a nosotros mismos porque, en el fondo, no nacimos con tanta maldad, sino que nos la enseñaron los demás, los que estaban en el mundo. Retiraríamos de nuestro vocabulario de acciones el egoísmo. Y estaríamos preparados. Convencidos de que en cualquier momento podríamos decirle a la parca: “Siéntate y hablamos”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario