miércoles, 5 de agosto de 2009

La vida en 90 minutos

Más de media vida para descubrirlo, cuarenta y seis años exactamente. En la larga liga de su existencia compartió liderato con todos los niños de su edad: eran ufanos en su existencia mientras jugaban los partidos de la ‘previda’. No conocía los entresijos de la competición y disfrutó de años inolvidables envueltos por el recreo. ¿Por qué la mayoría mantiene emotivos y extraordinarios recuerdos de esa preparación de la vida? Existir para divertirse. Juegos infantiles que amparan un mundo simple, como el de un gato que juguetea con el ovillo de hilo de punto. Asueto por holganza: sólo vivir para uno mismo. Como dejar un poso verde de esperanza en la memoria de toda una temporada con final cierto, pero indefinible e inesperado.

Conoció la palabra fracaso cuando llegó a la Universidad: allí sufrió los primeros varapalos porque la exigencia familiar le preparaba para el gran torneo. Como pudo, arrastrando más de un contratiempo, salió adelante. Aún disfrutó de reminiscencias de su etapa anterior, de niñadas en fase de juventud, de caracoleos con la vida cuando empezaba a verse rodeado de coetáneos que llevaban puesta una camiseta de distinto color, aunque aún no se les apreciaba por la neblina que producía en su entendimiento en fase límite entre la niñez y el envero.

Entró de lleno en el campo, rodeado de semejantes muy distintos a los de su infancia, gente que luchaba por su pecunia, capaz de pisotear a quien osara ponerse en su camino hacia el marco adversario. Salió indemne de los navajazos morales en los primeros minutos del partido. Apenas llegó a ver la hoja afilada de un arma blanca.

No tenía mérito alguno que aquel hombre progresara. Simplemente, en su particular pretemporada había aprendido con exactitud la trascendencia de la constancia y la honradez para tener la oportunidad de marcar algún gol al destino y avanzar por la banda de las dificultades. Lo logró. Un largo período de ‘victorias’, progreso social y económico, triunfos entre las porterías de un mundo que él no llegaba a comprender del todo. La mentira, el fuera de juego... estaban admitidos. No había jueces de línea de conducta en aquel tapiz verde que casi siempre le sonrojaba.

Descubrió asesinos del área, mediocres en los palcos presidenciales de un mundo que desconocía el rubor frente a los desmanes. Pero él ganaba, mantenía firme su avance por la estrecha internada de la ética.

Cuando un día se vio cara a cara con la defensa de aquellas reglas del juego, justo en el momento que quiso pisar el área de lo establecido e inalterable, en el momento que opuso abiertamente su entereza a las zancadillas y dijo su verdad, descubrió la palabra enemigo. Quedaban muchísimos partidos por disputar y demasiados platos de venganza reposando en el congelador de los contrarios. La defensa adversaria estaba avisada por un entrenador implacable, soberbio, hiriente y manipulador.

Lo mejor de aquella larga campaña de duelos era el descanso: en casa encontraba el amor que le abría un paréntesis de sosiego. Sin embargo, era limitado el tiempo de baños y masajes. Y su cabeza se aturdía cada vez más frente al continuo transcurrir del partido en la vida. Todo por ganar. Todos por vencer. El gol de la ambición tenía medalla de reconocimiento general. Pero no se trataba de un ansia sana, sino de un afán enfermizo, muy por debajo del límite de la honestidad. Al menos, así lo entendía él.

Sí, eso, cuarenta y seis años para comprobar que no sabía rematar el balón de la falsedad, que era incapaz de rozar el cuero de la hipocresía y que aunque consideraba desinflada la pelota y encharcado e impracticable el césped que le había tocado pisar, asumió su derrota. No tenía la misma preparación de sus contrarios. Simplemente acababa de descubrir un juego que no era viril, humano ni leal. No, no le gustaba; en absoluto.

Lo decidió de inmediato: la prórroga la jugaría en otro estadio, libre de vomitar por lo que le rodeaba, ajeno a aquel deporte que no se parecía en nada al que practicó en su infancia. Aprovecharía hasta el último instante el segundo tiempo que se había concedido. Esperaría, paciente, el pitido final del árbitro.

1 comentario:

  1. Crudo, fuerte, real. Podría ser una canción de Brel o la canción de mi vida. Tengo algunos años más que los 46 de "tu amigo", pero a veces también me gustaría esperar el silbato final en un estadio muy distinto que en el que vengo jugando...

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