sábado, 13 de junio de 2009

El abrazo del silencio

Málaga, 14 de febrero de 2008

Querida Sofía:

Por primera vez tomo una iniciativa en nuestra relación e introduzco el ‘emilio’ como nuevo soporte de comunicación. Necesito escribir algo más que frases cortas. Cuando hace tres semanas me traspuse en el sofá de casa con el móvil sobre el estómago, no podía imaginarme lo que iba a cambiar mi vida la siguiente vibración del aparato telefónico. Soñaba que estaba en el cine, muy atento a una película subtitulada, y disfrutaba con la misma, si bien no recuerdo más detalles. El ligero y continuo roce del celular me interrumpió el ejercicio de imaginación en letargo. De inmediato, miré a la pantalla: “K tal la peli?”. No estaba tu número en mi agenda, ni me resultaba familiar. Sin embargo, respondí: “Kien eres?”. Entonces, se hizo un silencio en medio del silencio. Me incorporé y aguardé a que surgieran de nuevo letras en aquella minipantalla. Insistí en no perderla de vista; pasaron casi cinco minutos: fueron eternos.

“Perdón, me he equivocado”. Rápidamente, reaccioné: “No, no… ¡yo estaba viendo una película!”, y reivindiqué mi derecho a ese diálogo con mi dedo pulgar más rápido y ágil que nunca. Contestaste, bromeamos tres o cuatro mensajes más y me citaste a la medianoche, en el ‘messenger’.

En realidad querías hablar con tu hermana, pero erraste cuando enviaste el SMS (‘Será Mi Sueño’, interpretación libre que hago ahora). Ella acababa de conseguir su nuevo número y aún no lo habías incluido en la agenda.

Todavía no sabía con quién iba a ponerme en contacto a través del ordenador: ni siquiera tenía idea si eras una mujer. Pero un nudo en el estómago que se me ató cuando se produjo la primera vibración del móvil ejercía de premonición y justificaba una ilusión posterior inusitada.

Nos dieron las cuatro de la mañana. En ningún momento tuve sueño. Tus ingeniosas respuestas, tu juego haciéndote pasar por un joven de mi misma edad, el dominio que ejercías de las palabras… El hecho de que ya escribieras sin ‘k’’… Todo me cautivó.

Me llamó la atención durante nuestros continuos contactos informáticos que jamás propusieras que habláramos por el móvil. Yo, la verdad, tampoco lo deseaba: lo temía. El lenguaje escrito nos resultaba muy cómodo. Hasta que planteaste el intercambio de fotos no me enteré de que eras una mujer. Yo fui sincero desde el primer momento. Tú preferiste esa mentira sin maldad con la intención de intrincar el juego íntimo del desconocimiento. Pero desvelabas grandes virtudes. En más de un momento me pregunté si era posible que yo me enamorara de un chico. Me tenías prendado y llegué a dejar en segunda opción la condición sexual de quien me conmovía con sus ingeniosas conversaciones.

Cuando ya parecía que nos conocíamos de toda la vida, llegó la noche de ayer, miércoles. Ya tenía puesto de fondo de pantalla tu rostro: esa sonrisa natural que parecía perfectamente aliada con los rasgos suaves de tu cara blanca; el verde de tus ojos y tu cabello rubio me acompañaban en cada segundo. Cuando me propusiste vernos hoy, en una discoteca muy conocida del pueblo, me entró miedo. Un terrible escalofrío recorrió mi cuerpo. Sí, creo que me conocías, pero no soportaba que cuando me vieras y comprobaras mi merma me rechazaras. Por eso, nunca se me ocurrió a mí dar el paso.

Después de ingenuas excusas, acepté. Hasta que llegó la hora de la cita te juro que lo he pasado fatal. Me atormentaba que a partir de ese momento todo cambiara radicalmente, que no aceptaras mi defecto, que me refutaras de inmediato. Yo llevaba el jersey rojo que convinimos que me pusiera, y tú también. Además, sin saber la razón, me citaste dentro de la discoteca, en medio de un supuesto estruendo de música ‘hip-hop’, según observé por los movimientos de los mayoritarios danzarines.

Me temblaban las piernas bajando la escalera del recinto. El local estaba abarrotado, pero en un reflejo de las luces zigzagueantes vi un jersey rojo y tu cara, la misma que tenía en mi ordenador y que no dejaba de mirarme desde hacía dos semanas. Me acerqué con cautela. Cuando me viste, observé cómo te ruborizabas. Si hablabas, no te iba a escuchar; era imposible, aunque podía leerte los labios con precisión. Pero no pronunciaste una sola palabra. Ni yo. Simplemente, me señalaste y balanceaste la cabeza como afirmando que era yo. Moví la mía afirmativamente. Nos abrazamos y seguimos conociéndonos de cerca sin que el ruido exterior nos importara a ninguno. Sólo necesitábamos algo de espacio y luz para que nuestras manos y brazos pudieran ejercer el diálogo del amor en silencio… Sin que el bullicio del mundo nos estorbara, sin que nadie se enterara de nuestra aventura.

Las palabras escritas y por signos nos unieron, Sofía. Prometo amarte toda mi vida en silencio. No sé hacerlo de otra forma.

Un beso,

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